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papel antiguo

¿Cómo he de cubrirte de pálida mortaja?

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Tras que ambos Adán y Eva probaran el fruto del Conocimiento vedado, Dios visita el huerto de Edén. Con angustia, el Creador afirma que ya la Muerte reclamaba a sus hijos, y que —a fin de no perpetuarla— ellos debían abandonar Edén.

¿Cómo he de cubrirte de pálida mortaja?

(…)


VI.

Vuestro nombre pronunció del derecho cierta,

mientras fluctuantes luceros observaban con cautela

ruin la sentencia que exhalaban sus labios.


Tu nombre, Adán, que fúlgido léese en mi templo,

cual angular piedra que mi paz sostiene.

Columna fuerte, varonil; resisten los siglos

sus capiteles ornados de gladiolos y jazmines.

Mirra gotea tu frente por laureles ceñida,

bálsamo que unge los relieves de tu pecho.


Tu nombre oí, Eva, de sus labios resecos,

cual el divino éxtasis ante magistral obra

en el día en que tus ojos fueron abiertos.

Burlones resbalan los tonos que te invocan

sobre la biliosa dentadura inconclusa.

Acre se ufana, liberando siniestra risa.


Terrible Anciana[1], ¿quién eres tú que mis hijos reclamas,

en ominosa rapiña de todo lo que libre se alzaba?

Más que mis candiles arden, e iluminan mis ojos.

La lámpara que me entibia, ¿has de apagar?

¡Cínico espectro, aliado del gusano y el cuervo!

Sobre mi dehesa reinarás, que yo he vallado diligente.

Cáncer serás carcomiendo al nervudo becerro;

rauda la onza, mas no huirá de tu sombra.

Desnudarás al cisne del plumaje de la aurora;

la rubia acacia, el loto y el clavel, ¡presas tuyas!

Tomarás mi apacible soplo, ¡y desatarás el huracán!

Sí, tornarás al rocío en voraz diluvio.

Y a la postre, culmen a la infame gesta, tu estocada vil

sufrirá el derruido hombre, cuyo calcañar heriste.


VII.

¡Ver no puedo, Adán, tu columna volverse escombro!

Tu laureola mutar en cardo, ¡campeón derrotado!


¡Mirífica Eva! Es la Tierra tu estrado solemne.

Dalias he sembrado junto al romo pedregal que transitas.

Hanse ensanchado sobre ti las nubes

cual mi amor se ha henchido en el Cielo.

Cual lágrimas sobre las hojas he cogido tus recuerdos.

Helos titilando en cristalino cáliz, haces de tu luz.

¿Corvo, quebrantado, juntaré al mismo cáliz

tus cenizas frías, que ya disputa el polvo?

Con hebras de tu manto he vestido las estrellas.

¿Cómo he de cubrirte de pálida mortaja?


¡Mis hijos, del huerto debéis iros, sin dilación,

porque no habéis de perpetuar la Muerte!

¡Ah, Edén es huerto generoso!

No contiene su alegría.

Allende el portillo ha derramado su ubérrima gloria.

El vivífico árbol lejano será a vuestro luto[2];

vigor no dará a la sustancia mortecina.

Mas cual preminente sitio tenéis en mis ojos,

jamás escapar podréis a su amparo.


Espinos e insidiosos cardos de la pradera brotan;

dolor en la matriz, precio de la vida efímera.

Cuanto manso se inclinaba, ¡salvaje se rebela!

Empero, acortado será el plazo del flagelo;

tribulación, si breve, puede sufrir la carne.

No subsiste el vergel fecundo a su flor más bella.

Si el Lucero sucumbe, se ajará el firmamento.

Tal el paternal afecto por el hijo que yerra.


[1] Es decir, la Muerte, aquí personificada.

[2] El Árbol de la Vida, a través de cuyo fruto era prolongada la inmortalidad, quedaría en su lugar en el Huerto, mientras que el Hombre no podría ya acceder a él.


Libro Apofis y el Dragón

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