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papel antiguo

Única tú, albar paloma

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Han pasado décadas desde la Caída. La acción se traslada a Eva, quien solitaria en el bosque contempla una paloma surcando el cielo. Los breves sucesos de este encuentro ilustran la intrusión de la muerte en la naturaleza. Eva se considera culpable de tal desdicha, un agente de la desolación.

Única tú, albar paloma

(…)


II.

Única tú, albar paloma, lenta desciendes.

Has oído mi voz rayar el llanto;

ni ventisca ni nubes el ruego ahogaron.

Suaves cirros, altiva bruma, no ocultan tu rostro.

Porque tus alas se agitan, no arde el viento.


¿Qué madre, qué bandada, tu figura extraña?

¿Gimen por ti cien palomas hermanas,

al tiempo que confórtame tu blancura?

Aceleras tu vuelo, traspasas las nubes;

el espacio inmóvil, absorto, subyugas.

Ya eres para mí, en gravoso destierro,

a fugaz, astral lumbrera semejante,

señal de mejor cielo, Edén traspuesto.


¿Por qué tan súbita bajas, rubio meteoro?

sin mancha amiga, dóciles huesos, ¡templa tu gozo!

Haz lenta tu carrera, ¡o estallará el corazón!

ya has dejado la gualda altura, la bruma y los cirros.

¡Ven a mí presurosa, pues te ansía mi bajeza!

Mas extiende las alas: cercano está el ramaje.

Las copas te ocultan, ¡fatal instante!

Déjame ver las plumas que al Sol reflejan,

y nacen mil de la carne enternecida.


Un claro en la fronda se abre,

y esplendente rayo abrasa la tierra.

¿Qué fúlgido haz esconde tu gentil mirada?

Mi sed contempla las alturas,

aguardando tu descenso.

Sagrado óleo alisará mis manos —¡tiemblan ya!

Amante —sí, cual noble obsequio— te recibiré,

y tal certeza exalta el pensamiento.

¡Cuán leve es tu cuerpo sobre las manos fragantes!

Recuestas tu cabeza sobre umbrosas lomas;

tus ojos, carbones encendidos, míranme apacibles.


Un claro en la fronda se abre,

y esplendente rayo abrasa la tierra.

¡Allí reposas, inerte en el sueño de los puros!

Tiesa tu silueta, y más tieso el corazón.

A tu lado corro; me postro junto a tu ruina.

Piadoso tu blanco atavío, la sangre retiene,

cual mi asombro ahuyenta las lágrimas;

mas tus ojos ya semejan mustios carbones.


¡Levántate, querida! ¡Despliega las alas!

¡Irrumpa en tu sueño el dulce

aliento que sostiene la vida!

Única tú en venir a mi llamado,

mas nunca ya despertará tu oído.

Del aire eras dueña, libre tu ruta,

cielos abiertos por morada eterna.

Hoy abre el légamo sus labios viles;

el nombre que te di desconocen.


¿Hay algo en mí que el terror alienta?

Aún tenues se ondulan las mejillas,

y pintor quisiera retratar mi gloria.

No se ha apocado la hermosura;

mayor que Pigmalión[1] la ha esculpido.


¡Ah, falsedad! ¡Cuán pronto desfalleces!

¡Mantente en pie otro exiguo momento!

¿Qué son al presente los antiguos honores?

En vano ocultan el sello de la Muerte.


[1] Según Ovidio, un rey escultor de Chipre que se enamoró de la estatua que había levantado. Afrodita la convirtió en una mujer: Galatea.


Libro Apofis y el Dragón

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