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papel antiguo

Aquel próximo lugar

Aquel próximo lugar es el primer poema de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos.  Parangona el epílogo de la vida con el último trecho de la senda hasta llegar al Gran Río.  El Caminante se siente irresistiblemente atraído por los acordes de la orquesta en la orilla opuesta, que lo invitan a deponer las armas a los pies de Raquel, la mística doncella de las aguas, cuya barca aguarda junto a la ribera.  Sin embargo, cuando el Viajero a punto estaba de entregar las fuerzas postreras, una voz irrumpe desde el bosque…  Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración.  No obstante, las siguientes estrofas pueden disfrutarse también en forma aislada.

Aquel próximo lugar

(…)


XVII.

Al cruzar el límite que señala incuestionable

el último tramo de la senda,

vuélvese irresistible el llamado del ensamble.

El corazón palpita con mayor presteza,

infundiendo vigor a mis pies cansados; poco falta ya.

Y al atravesar la última milla tenebrosa,

observo que han callado las aviesas alimañas

y el bosque ha aquietado su propio salvaje ruido.


XVIII.

Distante aún, entre los mínimos claros que permiten

los flamígeros arces, atalayas del Día,

luego del término de este lóbrego trecho definitivo,

se divisa la inmaculada presencia de una doncella

cuyos pies levemente hundidos en la tibieza,

cerca de la orilla parecen flotar sobre el oleaje.

Serpenteante su cabello color canela,

así regala sus aromas cual florido valle;

ha robado las ondas al tranquilo mar.

Su piel ha adquirido con los siglos que la veneran,

el rosáceo tono del atardecer;

y cuanto mayor la oscuridad,

más clama su destello.

La feraz pradera vive en sus ojos distinguidos,

y en ellos se observan corzos y cervatillos

brincando en gran número bajo la estival candela.

El vestido que la atavía, brazo es del del río caudaloso;

de sus pliegues rellenos de húmeda arena,

salta en alegres piruetas vivaz el sábalo.


XIX.

“¡Es Raquel!”,[1]

el vidente exclama, al lamento fin.

Puesta entre el agobio y la paz,

la vida y el siguiente puerto,

ha visto desgajarse el Tiempo

y el alba eterna asomar en lontananza.

Ella, ¡espíritu sublime!,

ha llorado las lágrimas del Destino;

por ello al genuino doliente sabe entender.

Si al exhausto Viajero consuelo llega,

ha sonado su canto entre los robles,

y dicha ha brotado del amoroso seno,

do al fin el Caminante sosiego hallará.

Nimue[2] en su líquido estrado,

largo tiempo me ha esperado sobre las aguas;

invitan sus ojos, del aura eco,

a dar fin a mi travesía sobre la paz de su barca.


XX.

A punto estuve de aligerar mis pisadas,

sembrar mis huellas con premura

hasta desmayar junto a la ribera del gran río.

Hechizada la vista por la mirada de Raquel,

sin broquel atraída a esos calmos prados

donde bálsamo se inhala, puro deleite.

El oído embelesado por los agudos acentos

de la enmudecida orquesta alcanzando el paroxismo.


XXI.

Más oí tu voz sobre el arrullo de los robles,

meciendo sus fecundas ramas al compás del viento.

Tus labios distantes exclamando en suplicante angustia:

“¡Oh, Caminante, avezado en las congojas de la Ruta,

no precipites tus pasos hacia el musical torrente!

Pues no es mi voz cual las magníficas piezas

que han prendado tu oído de sus notas,

la obra del magistral ensamble.

Empero mis palabras también plegaria guardan

que oír debes antes de entregar las armas

a los pies de la exaltada doncella.

A la distancia tus imborrables huellas sigo

haciendo mío el sendero que has abierto entre matorrales.

He enfrentado con arrojo a las fieras;

he sangrado vulnerada por el traidor ramaje.

Y casi había descreído la esperanza

de que fuera mi clamor recogido por tus oídos

que el allende reclama cual efímero don.

En verdad mucho temí, Forastero,

que mi grito no se elevara al punto

de disuadir tus pisadas y al fin detener tu viaje.

¡Oh, Errante, alma desnuda horadada por las espinas,

planta tus pies allí donde te encuentras!

¡Aguárdame con paciencia, pues lento es mi andar

y frágiles también mis fuerzas al acercarse mi ocaso!

Mas si consientes en velar por mi llegada,

aunque ella se demore un siglo de la Tierra,

mi promesa ten por cierta: ¡no te será en vano!

Déjame - ¡oh, déjame! – consolar tu espera

uniendo a ti mis pisadas al ardor del crepúsculo,

paliar nuestras veladas soledades

con la dicha de la mutua compañía.

¡Demoremos del postrer aliento la entrega;

que por cien años no se ponga el Sol en el horizonte!

Y una vez rebosantes de los placeres indecibles,

enderezaremos juntos nuestros pasos hacia el río,

y compartiremos durmientes la barca

hacia aquel próximo lugar.”


[1] Con trágica connotación, el vidente Jeremías solloza “¡Es Raquel…!”.  Raquel, amada hasta el holgado sacrificio y de súbito final, parece el símbolo adecuado para este ser maravilloso, que aquí actúa de psicopompo.  Dante imaginó también a Raquel sentada en el Cielo, junto a su Beatriz.

[2] Nimue es en el Ciclo Artúrico uno de los nombres que recibe la Dama del Lago, ser feérico que entrega Excalibur al Rey de Camelot.


Libro Apofis y el Dragón


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