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papel antiguo

Cuando el mundo acabe

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. El texto se halla interpolado en la trama principal, al modo de un intermezzo. El canto al ser amado, la última contemplación mientras el mundo se desgaja, sirve de imagen de los pensamientos de Apofis, llegado el último día de la Tierra.

Cuando el mundo acabe

I.

Cuando el mundo acabe, quédate conmigo…

mientras caen las amplias ciudades del Hombre,

y en el rabioso estrago, estallan sus luces.

Al par que mil hogueras crepitantes rugen,

el mar reúne el tifón danzante;

sobre el seco lecho teme Leviatán[1].


II.

¡Cuán furioso aquel huracán, desatada su ligadura!

¡Cuánto aúllan sus hijos, que arrasan las bahías,

y las islas sumergen en espumosa tumba!

Sufren las costas el fatal embate,

mas giran en las urbes torbellinos de fuego.

Pasará —¡pasa ya!— esta larga edad;

la era del lloro ante mí se extingue.


III.

Toma mi mano, tú, hija de la tierra;

tus pies, sus raíces que el ancla sueltan.

Tu piel es la blanda arcilla que ha bebido la lluvia;

mi llanto, si tibio nace, habrás de sorber.

¡Qué da si el turbión llameante asoló nuestro campo!

Aquí solemnes, erguidos, lo aguardamos.

Debes ser —¡al miedo vence!— sorda a los clamores.

Pesen sobre el alma mis palabras, escudo al resplandor.


IV.

Atrás, atrás queda el cielo que vierte su cólera.

Bien sé que dichosos nos ha visto en la llanura,

fresas y almendras deleitando el paladar.

Grato se ha henchido el corazón,

y si lágrimas vertió, pálida memoria fueron.

El manzano, refugio nuestro, se ha ennegrecido,

fresco cual era descansar a su sombra.

Kama, nuestro ángel, perenne abrigo,

remontó ya vuelo sobre el aura de suspiros.

La brisa que gimiera entre el cabello oscuro,

ha mutado en iracundo ventarrón.


V.

¡No, no podré contemplar la remembranza,

y mentirle cual antaño: “Nunca morirás”!

Pues nosotros, divino soplo, al polvo vamos,

y en el puerto ya anudan las amarras.

Mas aún tomas mi mano:

hasta el final conservo tu fe.

Tiemblan tus dedos ante el celaje encendido;

tras la conmovida faz, invádeme el temor.


VI.

¡Oh, candil postrero, no he vivido en vano,

ni tú, querida, al amor has de abjurar!

Plenos fueron nuestros días:

¡Nada hay ya que reprochar!

Descansa, inquieta mente, curioso ángel.

Nuestro aliento inflamó los bosques.

Si ayer sublime chispa,

hoy llameante tromba:

¡Mira cómo ha crecido nuestro incendio!


[1] Monstruo mitológico de la tradición rabínica, encarnación del Caos.


Libro Apofis y el Dragón

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