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papel antiguo

El rey en otoño

Este es un poema al ocaso del padre, a través de la mirada del hijo. En ella se mezclan los recuerdos del vigor perdido y el aspecto actual del héroe de su infancia, cuando “el hijo se convierte en padre, y el padre se convierte en hijo”.

El rey en otoño

I.

Papá observa sentado en su silla,

augusto trono que su imagen eleva,

del rey al modo, sobre escaño de mármol.

Ha querido espiar del otoño los albores,

desplumar al cerezo de nevada flor,

con los ojos que mudan las eras.

A su vista, el álamo pierde la túnica estival,

caen sobre el césped los retazos,

y la grama copia semblanzas de oro y fuego.


Allí, sobre el sitial de los eternos, papá murmura;

con desdén, con bravura, al follaje, a la natura.

Ella obedece; al fin apura nuevos aromas:

el frescor de la menta, ofrendas de canela,

un naranjo joven de perenne fruto entre el ramaje.


II.

Papá no ha cedido sus horas a aulas tumultuosas,

mas docto es en la ley que gobierna al mundo.

El viento no le oculta su senda,

ni el turbión su primer recelo.

No pisó la alcarria que divisa minúsculo al hombre,

ni sus días acortó el vano deleite.

Su vida fue la carrera sin final arribo,

escalar peldaños con la prisa del guepardo,

un imperio erigir sobre el sueño del aire.


Ahora, reposa el brazo que el martillo empuñara;

la espalda recia a la poltrona se adhiere.

Erguirse no requiere para su voz dar grave,

enderezar los troncos, o dirigir —batuta en mano—

el natural arpegio mientras caen las hojas.


Feroz titán que a olimpos postrara,

quien guerras librase para comprar mi calma,

encubre su potencia, el genio imbatible,

tras un libro que no narra su historia.


III.

¡Basta ya! Si el dulce recuerdo ciega los ojos

que deben alzarse al oriente, al Sol, sin vacilar,

no prolongues tu sueño que al juicio confunde…


Papá observa, sentado en su silla, mirada perdida,

y el otoño se desploma sobre su falda.

Anclado en su asiento, ruedas a los lados,

la espalda corva, Atlas doblegado,

ya la aljaba no sostiene, el arco dorado.


IV.

¿Me acerco a socorrerlo?

¿Veo tras la frente ajada la anchura de sus sueños?

¿Peino en su cabello la flor del cerezo?

¿Conozco en su barbilla el rastro de sus besos,

Y en su pecho —que al inflarse chilla—

a Briareo, terror del Olimpo?

¡Feble temo oír la voz de mando!


Nos funde, a la postre, un gimiente abrazo,

mientras intacto el extravío de sus ojos,

más medita en las flores que en su propio ocaso.


Libro Apofis y el Dragón

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