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papel antiguo

El triunfo de Circe

El demorado regreso al hogar de Ulises (Odiseo) fue, ante todo, un viaje con escalas. La victoria sobre Troya (Ilión) fue para él sólo anuncio de infortunios. En Ítaca lo aguardaba, sufriendo peligros, Penélope (su esposa), tejiendo y destejiendo un sudario. No obstante, en la isla de Eea, el navegante halló a Circe ―una hechicera con la habilidad de cambiar de forma― tocándole a Homero relatar el affaire entre ambos. El poema reimagina la despedida de Odiseo y la bruja con quien intimara, cuando él ―por deber o culpa― se aprestaba para continuar su periplo. Circe bien puede, como en el mito, haberse resignado al despecho… o tal vez no. Quizá el abrazo entre Odiseo y Penélope esconde un último hechizo, a cargo de un corazón tan poderoso y soñador, como obsesionado y dispuesto al crimen pasional. Dicen que el genio de Stratford-upon-Avon escribió una vez: “Amé hasta enloquecer, hasta lo que algunos llaman locura, que es para mí la única forma de amar.”

El triunfo de Circe

I.

“Sólo un beso conceder

puedo a ti, bella mujer,

si a la isla do las olas

mansas llegan con la aurora,

volveré yo alguna vez,

ciego nauta, exhausto rey,

en periplo tras ver arder

de Ilión las blancas murallas.

¡Proa por trono; por cetro, remo,

sufre en exilio el monarca!”


Tal le oí, abrupto fin,

mientras el corazón rasgaba.


II.

Pues sus labios y los míos,

cual el águila a la cumbre,

o sobre vela la lumbre,

ya se habían encontrado.


“A la reina allende el mar,

quien joven me conociera,

debo presto regresar,

pues peligra en propia tierra.

¡No hay hechizo que en mi mente

troque el diáfano norte,

o beso que me encadene

a esta playa en fosca noche!”


III.

“Sólo un beso”, me decía

con igual facilidad

que con tiernas caricias

la piel bajo la piel,

la carne tras la coraza,

erizado había su mano

como escarcha a la hierba.

Y yo torpe, derretida,

fui cual Troya consumida,

siendo bruja, vuelta niña,

cuando sus dichos mi porte

sin freno, reparo, halagaban.


IV.

Así dile la espalda,

de bronce y crisantemo,

que antes del último beso

alabara mi Odiseo.

Aunque mía ya no fuera

su alma de navegante,

o su yelmo a mis senos

no cubriera intrigante.

Lloré tras puerta de hierro,

en tanto él ordenó firme:

“¡Al navío quien añore

los remansos del hogar

más que el embrujo de Circe!”


V.

¡Era entonces espejismo

que el errabundo desdeña

cuando en verdadera fuente

bebe sombra de palmeras!

Deseada, ya abandonada,

él amábame cual prenda.

¡A su vista, ibis rastrera,

si antes esbelta cigüeña!

Y hacia paciente tejedora,

¡mirad!, entesa las velas,

como huye el cobarde

cuando la culpa le pesa.


VI.

Empero, ciega le amaba,

invariable como el sol,

cual abeto de la taiga

que, ni por próximo el hielo,

ceja en su mirar al cielo,

creyendo eterno el calor.

Una mujer despreciada

puede en ascuas consumirse

hasta del gozo cenizas,

hasta que el valle sea tundra.

O, si conjura cual Circe,

puede astuta, inadvertida,

también a Ítaca navegar.


VII.

Aunque hambrienta, no rendida,

si “¡tierra!” clama el vigía,

puede ella bajo agua fría

nadar rauda hacia la orilla,

posar primer pie en la costa.

Robando una limpia forma

hasta mudada arribar

al silente, ajeno, hogar,

do aguarda una tejedora.

Gritaría a su puerta:

“¡Un mensaje a mi reina

pronta debo entregar!”


VIII.

¡Diera asilo aquella reina

a la ingeniosa hechicera

que bajo impropia apariencia

la acecha desde el umbral!

Viera yo en cano cabello,

en gesto de amor enfermo,

de viuda el temple sereno

que mi Ulises supo añorar;

siega del fruto primero

que sembrara entre sueños

y el nauta a mis destellos

prefirió cual dilecto manjar.


IX.

“¿Cuál es tu mensaje, niña?”,

la última duda sería

de quien, flor jamás marchita,

no sábese mi rival.

Y, aterrada ante el prodigio,

pecho daría postrer latido,

cuando le sonriese faz igual.

Escondería el cuerpo yerto;

sus agujas de coser

tomaría entre los dedos,

sabia reina al parecer;

la puerta oiría a hombre tocar.


X.

¡Así toca mi Odiseo!

Suyo aroma a mar,

cuando lánzome a sus brazos

en trágico umbral.


“¡Oh, muelles labios que saben

a placer de sal,

sois para silencio hechura;

no oséis hablar!

¡Sólo un beso, mi marido,

por nuestros años perdidos

entre remos y tejidos!

¡Dure cuanto un beso

puédanos durar!”


Libro Apofis y el Dragón

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