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papel antiguo

Enterrados juntos

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. El texto se halla interpolado en la trama principal, al modo de un intermezzo. Mediante la imagen de dos amantes enterrados juntos, uno de ellos agonizante, refleja la culpa que embarga a Apofis tras aprestarse a consumar la caída de Eva.

Enterrados juntos

I.

Estamos enterrados juntos, tú y yo.

Cara a cara yacemos,

inmóviles los párpados polvorientos.

El mundo ha olvidado tu sonrisa,

infatuado por luces efímeras.

El mundo ha enterrado mi nombre, oprobio de las gentes.

Piérdame yo de su vista que me ha condenado,

y sólo sea hallado junto a ti.


He gastado mi longevidad buscando

tu rostro, el cual amé.

El polvo de los imperios derrumbados

ha oscurecido mi vientre;

mi armadura, cuarteada por el

silencioso combate, ya no refulge.

Mi vista cansada no se eleva al Sol,

cuya altitud no igualaré.

Sin tus cipreses respirando

en mis pulmones contaminados,

arribado nunca habría a tu lugar de encierro.

Sus copas diéronme protector abrigo

durante la lluvia inclemente.

El rocío que te regaba aún reposa sobre la hierba;

reposa para mí.

Lo he lamido del pastizal desvaído para saciar la sed.


He percibido tu sollozo desde lejos;

me han guiado tus lágrimas.

No deploro los siglos que se han arrastrado sin gloria.

Todas mis propias lágrimas son justas, cual lo es el castigo.

¡Duéleme haber sido lento en encontrarte!

No tener pies que correr pudiesen cuando oí tu gemido;

que tantos años hayan sido sordos mis oídos a tu pena.


II.

¡Y aquí te encuentro, premio a mi centenaria empresa!

Mas, ¡oh, funesta contradicción del Destino:

en el suelo yaces impotente, de la esperanza abandonado!

El patético lagar bermejo do vaga tu balsa enclenque

brota de tu pecho, de tu costado, de tu espalda armoniosa.

La cuenca del mudo dolor confluye en el río de tu agonía.

De Gihón[1] el caudal espeso gime su infamia.

Llora el Éufrates la innoble tarea,

mas no detiene su carrera.

Apura el fiel Pisón la labor que le deshonra,

Pero esto sólo acerca a mi vista

desesperada la hora de tu silencio.


¡Oh, si yo premio no merezco,

mas tú no mereces castigo!

Perezosas centurias me han visto

desear el refrigerio de la muerte.

¿Cómo, ahora que mi vida ha renacido,

la tuya —tanto más excelsa—

irremisible se escurre por las llagas

de tu piel, que ya no sanará?


III.

Estamos enterrados juntos, tú y yo.

Cara a cara yacemos,

inmóviles los párpados polvorientos.

Tu negra cabellera bordea tan pálidas mejillas.

Empápanse sus puntas en el licor siniestro,

el lagar do huéllanse las postreras uvas,

como el pincel cargado de malévolo

genio antes de teñir el lienzo.

Delicado temblor recorre las piernas

extendidas, y chocan los tobillos.

Trémulos también mis dedos,

acércanse incrédulos a tu rostro.


Han callado ya tus labios;

afínanse sobre tu faz hasta desaparecer.

Empero tus ojos gritan mudas

palabras ahogadas por el llanto.

Nace la Luna en tu piel;

se aclara la majestad de tu noche.


Quisiera yo perpetuar las tinieblas que te han honrado,

mientras desciendes solitaria a tu huerto de sombras.

Se angosta el abismo entre nuestros ojos dolidos.

Tu soplo otrora tibio revela una brisa invernal.

Expresan tus ojos profunda duda, que no comprendo.

Tímida parte tu vida, mas tu belleza resiste su huida.


IV.

¿Cómo mueres tú así, sin interponer queja alguna,

sin gestos elocuentes, sin frases memorables;

mas tu hermosura no ha culminado su poema?

¿Cómo mueres tú así, y me dejas

desvalido, incompleto, murmurante?

¿Para qué brillará Rigel[2], sino para ser tu norte?

Su fúlgido rostro ocultará, al ver en el tuyo

el tenue resplandor de la muerte;

y tambaleante el cazador[3], escaparán las acosadas Pléyades.


Altiva estrella, de Artemisa[4]fiel secuaz,

arco siempre presto,

rompe tu milenaria calma;

¡da voces en el firmamento!

¡Anuncien tus compañeras que hoy

en la Tierra ha muerto la dicha!

¡No descienda tu esplendor sobre los hombres,

cuando hoy mi Edén desciende a la penosa umbría!


Rigel luminoso, ¡preludio será tu endecha

en el cielo del luto en el suelo!

Verá tu faz oscurecida, lucero otrora,

cómo el llanto demuda el jovial semblante.

Descansarán al fin las lanzas;

volverá la fecha a la aljaba.

Cesarán los discursos ardientes;

perderán valor las causas.

Olvida el hombre la pueril rencilla

que le ha separado del hombre.

Cabizbaja la animosidad, sosegado el hervor,

recuéstase la sien altiva sobre el hombro huérfano,

y el vapor amoroso se difunde la escarcha derritiendo.


(…)


VI.

Compasiva me miras, indulgente, turbado el semblante.

Mi llanto no disuade tu último aliento, apenas perceptible.

Mueres humilde, baja tu mirada, la cual amé.

En mi diestra, do descansan tus ojos, rojea el puñal asesino.



[1] Se mencionan sucesivamente los nombres de tres ríos del Edén (el restante es Hidekel), como figura de la sangre brotando.

[2] Sistema estelar en la constelación de Orión.

[3] El cazador es Orión, hoy constelación, antes compañero de Artemisa al cazar en el bosque.

[4] Artemisa o Diana, diosa de la caza y hermana de Apolo.


Libro Apofis y el Dragón

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