Gorgona
A todas las gorgonas, especialmente a las que “no han vuelto, o han vuelto sin palabras”.
Dentro del vasto acervo griego, uno de los mitos más conocidos versa sobre el duelo entre Perseo y Medusa, la más infame de las gorgonas, un horrible monstruo que convertía en piedra a todo aquel que osara mirarla. No obstante, Ovidio la describe como una bella doncella, doblemente vulnerada por los dioses olímpicos: indefensa, es primero violentada por Poseidón (cuyo dominio era el mar); seguidamente, Atenea la castiga volviéndola un ser temible (víboras por cabellos, alas de oro, colmillos de jabalí) sólo porque el ultraje se había dado en su templo.
El poema encuentra a Medusa recluida en una caverna, con mente frágil y estremecida por los recuerdos. Es un viaje a las secuelas del trauma, en especial el peor de ellos: cómo la víctima podría copiar los rasgos de su agresor. La gorgona se debate entre su íntima oscuridad y la inesperada oportunidad de amar, representada por un viajero que ―sin verle el rostro― pide conocerla en plenitud.
En la misma línea, escribió el poeta irlandés W. B. Yeats: “Cuando estés vieja, gris y soñolienta, sentada junto a la chimenea, toma este libro… y sueña con la suave mirada y las sombras profundas que tuvieran tus ojos. Cuántos amaron tus momentos de alegre gracia o tu belleza, pero sólo un hombre amó tu alma peregrina y los sufrimientos de tu cambiante faz.”
I.
En la cueva donde el lobo
del turbión se guarece,
y temblón el felino añora
el verdor de los cipreses,
unto sal en las heridas
que supuran sin verse.
De los ojos, río acerbo
guía impura corriente;
son las mejillas su cauce;
es sobre el labio torrente.
Afuera un monstruo mora,
aunque de noble se precie.
Por memoria de su rugido,
de terror gime la mente.
II.
Yo era alegre lirio
de níveo esplendor;
gema en mansa pradera,
sin temor del sol.
Miel en los cabellos
que el óleo lavó;
Iris de esmeralda,
velando atalaya,
y la piel tan blanca
como el alma blanda,
hasta que él me halló.
Dejó ojos marchitos,
de flor pétalos caídos
y un cuerpo sin honor.
III.
Llaman a quien me hiriera
de los dioses poetas,
tridente en su derecha,
el feroz rey del mar.
Con sin tregua latido,
es su aroma mío,
de noche al despertar;
y su rabia, mi ira;
mi rostro, su faz.
Erguida, hoy contemplo
mis sombras en silencio,
y diosa ha querido
que no pueda mirar
sin volver roca viva
a quien cruce el umbral.
IV.
¿Qué sabías tú, incauto viajero,
que reunidos fragmentos
son el muerto recuerdo
de quien ayer fui?
Congela la bondad
el viento de los cerros.
¡Oh, cuan oscuro engendro
crece dentro de mí!
Cruel rencor rebulle
en de hiel el arroyo.
Si por candor cual corzo
del tigre no hui,
visto hoy gruesa armadura;
por nadie se desnuda
el semblante gris.
V.
Mas entraste a la cueva;
y quien viera, dijera
que la mía belleza
oculta no te fue.
Hurgaste en la umbría
mis rasgos señeros,
que fiel manto negro
no dejaba entrever.
Compartimos seca leña,
fuego y sabroso caldo;
y una mano furtiva
reposó en mi piel.
A las llagas vivas
que adentro gemían,
habló el goteo de hidromiel.
VI.
“Mujer de misterios,
pródiga en secretos,
¡hazme del orbe entero
el ser más feliz!
No niegues tu rostro,
fulgor del crisantemo,
a este hombre pequeño
que implora por ti.
Hanme dicho que monstruo
gruñe en estas laderas.
¡Ahuyéntenlo la dicha,
tu fragancia de mirra
y cuerpo de fino marfil!”
VII.
Débil a su ruego,
mostré la faz maldita,
que él creía de ninfa,
mal premio a su amor.
En cabello antes canela
reptaban cien culebras;
y el ígneo ojo amarillo,
de búho cautivo,
hórrido grito arrancó.
Así la coraza de escamas
que libres hedían,
y los pies de anfibio
o de antiguo dragón.
¡Quién ciego le hiciera
o suéltele de su prisión!
VIII.
Aún me contemplan
sus ojos siempre abiertos,
vuelto digna obra
de loco escultor.
Con su mano extendida
invitándome a la vida,
o reprochando osadía
que en piedra le convirtió.
Ya son roca sus halagos,
dulce escombro sus promesas;
cual guijarro lágrima seca
que el sol no entibió.
¡Cómo puede un hombre simple
dar a una Medusa triste
su acallado corazón!
IX.
Tras cerrojo de roca,
pensar procuro oírle.
En su mirada impasible,
¿hay sueño de amor?
Creo, tras mis escamas,
más afable observa
una doncella tierna,
¡y vendarme quisiera
silente su compasión!
¿O, sin mirar mi aspecto,
sino al espíritu enfermo,
agrio gusta el fermento
y sabe el ojo quieto
que el monstruo soy yo?