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papel antiguo

La otra Tierra

Absalon fili mi es el segundo poema de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos.  Está libremente basado en el episodio histórico de la guerra civil entre el rey David de Israel (1040 – 966 a.C.) y su hijo Absalón.  Explora temas como el amor culpable, los efectos trágicos de los propios yerros, y la negación o inevitabilidad de la muerte.  Muerto Absalón —y sabiéndose David culpable por el destino de su hijo— cruzando el desierto imagina “la otra Tierra”, esto es algún paisaje onírico donde Absalón aún vive.  Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas pueden disfrutarse también en forma aislada.

La otra Tierra

I.

He visto en los furtivos sueños de mi fe,

que niega la razón y al iris descree,

la apacible majestad de la otra tierra.

Encendido el efluvio del Sol, de nuevo abrasaba

las cenizas que gacha cabeza coronaran.

La desvaída arena que punzaba los ojos

hostigaba la lengua que salmos amara entonar;

lágrimas de fuego la sed no calmaban.

Empero, bordeando del delirio la escabrosa sima,

apenas podían divisar los ojos heridos por la ventisca,

sin creer cándidos a su esperanza última,

las fronteras señaladas por robustos perales,

que tras sí acallados guardaban el placer perdurable.

Desfalleciente, mordí la lisa piel, suaves lunares,

y revivió mi fuerza, ya marchita bajo el arenal.

jugoso manjar aclaró mis ojos invadidos.

Ante mi asombro y lloro apareció en todo detalle

el lozano rostro de la otra tierra.


II.

Dos lagos cristalinos sorbían del cielo la ancestral esencia,

y servían al paraje de ojos eternos y vigilantes,

cuyo llanto incesante regaba el más infantil brote

en esta isla flotante en medio del desierto.

A los márgenes de las sinceras fuentes antiguas

tupidos arbustos se ensanchaban sin envidia

del porte de los habitantes del pinar,

cejas de tales ojos tachonadas de luciérnagas,

que entre las hojas aguardaban con paciencia

el cambio de guardia astral para encender su lumbre.

Los abetos de corteza clara y códigos milenarios,

las cónicas sabinas en el esplendor de su adultez,

en el enebro bajeza que no ofende,

exhalaban un aire puro, por las flores mayor delicia.

Así este lugar viviente su paz respira

y se prolonga a los años innumerables.


III.

Los cervatillos que, incapaces de dañar, corrían

en veintenas sin haber león que les diera caza.

brincaban, pasaban intactos por los aros de aire

que la finitud de mis ojos no distinguiera;

graciosos semicírculos formaba el arte de su trote.

¡Así me sonrió amorosamente la otra tierra!

Caminaba yo entre la hierba brillante,

y entre los destellos de oro paseaban mis pies.

Mi mano apoyé en los invernales monumentos,

que semejanza humana no hubo esculpido.

Abrigué sueños inenarrables;

con ellos llené las superfluas hondonadas

donde advertí ojos amarillentos

que me observaban desde las madrigueras.

En la pradera se hamacaban los pastizales;

jocosa la brisa, su envés acariciaba y reía.

Salióme al encuentro una grácil cebra;

suplicantes sus ojos, su lomo ofrecía gratuitamente.

Allá, no muy lejos, una familia de mangostas

deslumbraba su somnolencia al contemplar

un amanecer de negras estrellas en la piel del leopardo.

Rinocerontes de cuernos temibles, vacas y elefantes,

descansaban su pesadez sobre la mullida hierba.

y en mis ojos no cabían tantos otros esplendores…

¡Especies que el mortal ignoraba, tosca la pupila,

mansas lucían en la otra tierra!

IV.

De mayores maravillas habría sido testigo

si a mis pies premura no hubiera urgido

al sitio más lejano de la isla del placer,

distante –mas no ajeno– al arrullo del lago.

Crucé en aquella ocasión, suave fulgor sobre el rostro,

los campos cuyo fruto se amontonaba sin segador,

las selvas misteriosas do peregrinaban coloridas sierpes;

y finalmente fue recompensada mi ansia

con una visión del legendario manantial.

Siete brazos poderosos llevaban salud

serpenteantes a través del pacífico prado.

Ante mí, cercado de riachos, un terruño

destacaba entre todos los modestos continentes.

A él se dirigieron presurosas mis pisadas,

conmoción en el exaltado corazón palpitante

cuyo clamor subyugaba el cantar de las aves.

Gallardos los claveles alzaban el respingado cuello;

plácidas las palabras que exhalaban a oídos de los lirios.

Terciaban las rosas de polar hermosura;

aquellas carmesí cuyos pétalos a la abeja rogaban,

caramente suspiraban toda la medida de su dicha.

Y toda esta secreta plática en el vergel

al hombre le era un placer fragante y prohibido,

el perfume embriagante de la otra tierra.


Libro Apofis y el Dragón


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