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papel antiguo

La voz que disipa la sombra

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Tras que ambos Adán y Eva probaran el fruto del Conocimiento vedado, Dios visita el huerto de Edén. Las palabras del narrador (Apofis) son interrumpidas por el llanto divino, deplorando la desgracia que se ha acarreado el Hombre.

La voz que disipa la sombra

I.

Cual la luz que acaricia las hojas somnolientas,

por sobre el mudo canto de los gorriones,

oí la voz que disipa la sombra, y temí[1].


Él era el tibio resplandor de la aurora,

que en todo lo creado habita, desbordante ánfora.

Pura luminiscencia, late inocente, inadvertida,

silente carroza do pasea la alegría.

Benigno ángel, escolta la vida, la nutre y espía.


El cerezo exhibiendo la blancura de su flor,

los respingados troncos en calma pose,

el ciprés se ensanchaba sobre sus raíces eternas.

Los olmos mecían su pajiza cabellera;

bajo la leonada espesura, pacían los cachorros.

Mascaba el cordero el pasto dulzón,

y el lobezno lo imitaba en afable amistad.

Marchaban los alacranes de impenetrable coraza,

un surco dejando en la grama, manso aspaviento

de sus obtusas tenazas y aguijón.


La creación resplandecía en sano orgullo,

viva y consciente, sin temor al enemigo.

Mas en un penoso extremo, dueños de la nada,

Eva y Adán cabizbajos asentían.


II.

Blancas la flor del cerezo y la corderina lana,

níveo también el follaje relleno de calandrias,

y alba la hierba, las rocas y los fibrosos tallos,

cuando Él pisó nuestro suelo.

Todo exudaba un resplandor primitivo y triste.


¡Llamadme ingrato, burlón y ciego erizo,

mas luego de su aurora haber visto

toda lumbre hase ennegrecido para mí!

Eran los haces que irradiaba su dignidad celeste

cual ardientes saetas disparadas por casta doncella astral.

Una estrella incandescente habíase incrustado

en el mundo arcilloso de ligero atavío,

y allí fulguraba su luz antigua, sin ocaso,

ante nuestras flaqueza desnuda y joyas de oropel.


En el centro, un fuego puro que ondeaba cual emblema;

tenues llamaradas le envolvían cual santo ropaje.

Confusa se discernía de ser excelso la figura,

pues para mejores ojos era la pulcritud de sus detalles.

Empero, ¡verdad profiero!, dos diamantinos luceros

se encumbraban entre la exaltada calina,

rodeados de temblorosas simetrías y relieves.


Y desde la nebulosa perfección, regia voz se abrió paso.

Semejaba su tono las cuerdas de un arpa de oro,

pulsadas por el misterio de su virtud cristalina.

¡Oh, comprender no pude tal lengua de dioses,

mas nítido se hizo su mensaje en mi mente!


III.

Ante el Hombre por pavor flagelado, hecho frágil niño,

fueron dichas las solemnes palabras, orden y ruego.

Cual no fueron jamás escritas,

fieles se han grabado en el alma:


“¿Dónde estás tú, mi más encumbrada hechura?

¿Qué ha sido del valor que recio te inflamaba,

pues del cieno levanté —sabe mi alma— audaz titán?

La quietud en la mirada limpia, ¿dónde está?

El sereno andar que no teme a la Luna.

Sólo más potente palpita mi corazón que el tuyo,

al conocer cual jamás quise la hora de tu llanto.


Y tú, radiante Eva, que mis ángeles escoltan,

¿imitarás al desierto que inerte enmudece

al refrigerio de la noche de lánguido sollozo?

Yo que en tus labios esculpí el curvo deleite,

a tu voz convoco, hoy oculta tras del temor la sombra.”


[1] Alude a la declaración de Adán: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo”.


Libro Apofis y el Dragón

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