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papel antiguo

Las armas de tu libertad

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Apofis insta a Eva a tomar del fruto prohibido, del cual afirma que la elevaría a la altura desde donde la invita.

Las armas de tu libertad

I.

“Ven a mí, calma y risueña, leve tu pensar.

Paseas distraída sobre la hierba tachonada de jazmines,

sin notar cómo el bosque entenebrece a cada paso.

Ondea tu cabello amado por la brisa;

tu moreno cuerpo lampiño

se confunde entre las sombras incipientes.

Cándida eres, cual el mundo creado para ti.

Niña a la malicia, aunque

nacida en el cénit de la juventud.

Canturrean los mirlos; presta tú les respondes.

Abanícante los sauces; ahuyentan el calor de la mañana.

Las hormigas dejan su labor para venerar tus huellas.


Sueña todavía el orbe una eternidad sin mal,

¡mas hoy despertará de su ilusión el mundo!


Ansioso te aguardo, sobre la rama robusta;

carga ella paciente al dragón que me habita.

Suave carraspea la garganta desenlazada.

Sube al paladar seductora fábula, perdición tuya.

Te aproximas confiada, convulso mi corazón.

Tornasoladas ropas me atavían, con sagradas figuras.

Me he vestido de gala para tus bodas fúnebres.

Adviertes la estrella que refulge entre la fronda.

Cubre su brillo la daga que aprietan mis dedos trémulos.


Al fin la voz que no era mía principió su proterva obra:

“Ha guardado Dios su fruto del paladar indigno.

Miel derrocha su cosecha, sin secreto almacenada

por diez señalados querubines en noble faena.

Mojados en néctar sus labios, de ellos ha huido el deseo.

Su obra es diligente en extremo, mas no bella.

Aun a ángeles en poco ha juzgado el Creador;

les ha velado la entrada al saber de los siglos.

¡Mas —sábelo tu corazón— a ti nada ha prohibido, Eva!”


II.

Atendió ella conmovida cada nota nacida del resplandor.

No había la mujer oído son más melodioso,

que aquel que mis labios renovaban, puro y vibrante.

Para sus ojos arrobados, mis alas extendieron la gloria.

La invitaba Rigel amante al más cálido abrazo.

Y al fin ella dejó caer su túnica de ninfa,

el alma desnudando hasta exclamar desenlazada:


“¡Eres tú, magnífica criatura,

brillando para mi sola contemplación!

Ciertamente mi corazón te oía, secreto regocijo;

¡mas ahora mi oído ha despertado a tu ternura!

¿Qué bondadoso portento hermana nuestras lenguas?

¡Déjame oír en silente pasmo la música de tu voz!

¡No; no me hables de veda, que no ha sido negada la dicha!

¡Cántame en vez el gozo de la libertad!”


III.

“Soy yo, dulce niña, otrora errante.

Lenta mas cierta, tu breve vida ha arribado a nuestro instante.

Ábrese impotente la prisión tenebrosa, terror del espíritu;

en mansos añicos se degradan las cadenas.

Chilla la puerta y se derrumba al polvo del oprobio.

¡Y surge allí, vestida de luces, tu alma victoriosa!


Sólo conserva de las sombras que te envolvieran,

tu cuerpo de ébano su piel de umbrosa gloria.

Aún vense en los tobillos las marcas del fingido gozo,

mas sueltos los pies avanzan al cénit de la aurora.

Trasciende tu mente aguda la nimiedad del hombre;

adquiere la amplia sapiencia de los dioses.

Es sobre las palmas de tal inteligencia

que deposito yo este fruto, primor del huerto.


¡Oh, tómalo, Eva! ¡Toma el gozo que se te ofrece!

Premio a tu liberación de la penumbra,

elígete predilecta sobre toda criatura.


¡Tómalo, Eva! ¡Enciéndase el fuego que me inflama!

Destelle en ti la fragua de Lemnos, do forja Hefesto[1],

junto con el vencedor rayo, las armas de tu libertad.


Embajador soy de la Ciencia que emana del Árbol.

Su fruto he guardado en mi corazón,

¡y mi corazón te comparto!


¡Mi corazón es blando y latente!

Transpira el llanto que me compunge.

Su carne almibarada dócilmente cede a los dientes ansiosos.

Piel de ángeles, oro blanquecino, el manto que le envuelve.

Nevada esfera, no pueden sostener las ramas pródigas.

Lechoso torrente entibiado por el Sol matutino,

deslízase plácido por las suaves laderas

del mundo nuevo que sobre mi palma reposa.


¡Oh, Eva, coge el fruto! ¡No demores la dicha!

Carga él paciente al dragón que me habita.”


[1] Hefesto o Vulcano, dios del fuego y la forja. Aprendió las artes en la isla de Lemnos.


Libro Apofis y el Dragón

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