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papel antiguo

Las rosas de nuestro invierno

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración.  No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada.  Resulta un intermezzo, donde la pérdida del Edén es parangonada en una mujer que abandona su lecho al abrigo de las sombras nocturnas. 

Las rosas de nuestro invierno

I.

Érebo y Nix[1]disputaban en el cielo

envueltos en sus togas fúnebres,

y la umbría se derrumbaba victoriosa sobre la estepa.

Estremecíase la cabaña ante el bramido del oscuro padre,

como un anciano bailarín que esquivar busca

con sus ágiles piruetas el inexorable desfile del tiempo.

Su pequeñez resplandecía cual faro erguido en la negrura,

donde tiernos pétalos de nieve flotaban

entre las espesas brumas que había dejado el turbión.

Y podía descubrir tras el ventanal la paciente mirada

aniñados querubines espiando al mundo

desde las volantes rosas de nuestro invierno.


Nuestro lecho respiraba pausadamente al cobijo

de tibias sábanas que velaban por nuestro sosiego.

Ardían los leños en la crepitante hoguera,

y un calor sigiloso descubría nuestros rincones secretos.

¡Ah, blando era nuestro lecho!

Grávidos nuestros cuerpos descendían

a aquella oquedad de muros suaves y gráciles aromas.

El reino de la inconsciencia nos recibía

en la absoluta mudez de sus verdades indecibles.


II.

A través de una rendija filosa,

a hurtadillas en la penumbra,

se introdujo la noche en aquel humilde refugio.

Apoyó las puntas de sus pies ocultos a la Luna,

y temblorosos pétalos de nieve humedecieron la alfombra.

Recostó en el tálamo su silueta curiosa.

Nos contempló con mirada pensativa, cautelosa;

atestiguó nuestro descenso al abismo.

Álgida brisa soplaron sus labios enlutados

que hizo vacilar las llamas hasta extinguir

sus susurros misteriosos entre las brasas ennegrecidas.

De mi piel huyeron escasos los colores,

y fui semejante a los espíritus traviesos,

tan transparente y sutil como una lágrima.

Desnudo, informe, me interné en el vientre de aquella sima.

Sedosas palmas de Nereidas[2]transportaron mi levedad

abajo hacia aquella otra amable oscuridad.


Lentamente bajaba también tu cuerpo venerado por los trasgos[3],

a la cámara secreta del sombrío templo.

La comunión íntima de nuestros dedos entrelazados,

Talía[4]y su flauta armoniosa acompañando la gradual caída,

las lianas que servían de apoyo a los pies de las ninfas.

Halia[5]de nobles gestos y más noble corazón,

¿no has de decirme si arrobado a la verdad faltare?

¡He conocido en mi retiro los dones mejores!

Abrí el cofre de la dicha y espié su tesoro prohibido.

¡Yo, mortal, he bebido el cáliz reservado a los divinos!

En su magnífica simpleza, ¡cuán plácido era nuestro lecho!


III.

Tu cuerpo, tibio azabache, soltó sus ataduras.

¡Majestuoso el despertar que deslumbró a los trasgos!

Mi mano adormecida no sintió

la ausencia de su compañera;

contemplaron entonces las ninfas

el ascenso de tu ser inasible.

Emergió tu infantil espíritu de su liviano sueño;

tus pupilas de ébano enfrentaron inconmovibles

la sobriedad de la medianoche azul.

El esbelto cuerpo recibió sus magistrales tonos;

detalles mil de la encumbrada belleza

renacieron en la perfecta creación.


¡Tu reposado cabello crespo, sin doblez manto,

invadiendo el rostro de tan sutiles facciones!

Cástor y Pólux[6]cubiertos de fulgentes armaduras,

estrellas solitarias en la celeste tiniebla,

allí apostado su valor sobre astrales torretas,

hiriendo el firmamento con sus encendidas saetas.


¡Las mejillas, médanos de arena ennegrecida,

jamás barridos por la iracunda marea

a la que no resistieron Jasón,

Eneas, ni sus muchos nautas![7]


Tu piel, la piel del desierto sin linde,

a la que Helio[8]prodiga un amor ardiente;

recuerdo de jóvenes princesas el Arabá[9]cruzando,

hacia el lejano oasis de los siete tranquilos lagos.

Rub Al-Jali[10], vasto e impiadoso, te contempla enmudecido,

y del pérfido Gul aplaca el malévolo deseo.

Cabizbajo y maledicente, se aparta el terror del sequedal,

bajo las mudanzas de la estrella endemoniada[11].


Tu piel, oscura y brillante,

prosiguió su poema silencioso.

Hacia el austro, sus rutas prohibidas,

los fascinantes senderos que conducen

por igual al placer y al abismo.

¡Vía de perdición me has mostrado,

mas nunca la senda al olvido!


IV.

Mayor sombra vio en ti la noche.

Sus ojos hallaron en los tuyos velado ruego.

Magnánima —a mí inmisericorde—

ocupó sobre las sábanas el lugar vacío,

y así cubrió tu huida.

¿Culpable habré de hallarte,

tú que la penumbra habitas?

Tú que has enfrentado resuelta

el diáfano mirar del mediodía,

y lo has visto parpadear,

sonrojarse al véspero sus mejillas

(Avergonzarse, ¡sí!, has visto a la potente lumbrera),

resistir no has podido el embrujo

de aquellos ojos distinguidos,

ante los cuales no quedó sin doblez mi rodilla.

¿Cómo, entonces, he de culparte sin pronunciar

mayor juicio sobre mi propia perdida alma?


(…)


VII.

Lenta, perezosa, abandonó la Noche el cuadro;

advirtió un Sol joven su última mirada satisfecha.

El ígneo rostro esbozó una tímida sonrisa adolescente.

Los árboles y la chimenea, la estepa y el ventanal,

dejaron caer sin premura su ornato blanquecino.

A quien despertaba sobre el camastro tembloroso

ver le pareció sobre la nieve un sendero de huellas,

sobre las cuales aquella otra luz inocente

cálidamente derretía las últimas rosas de nuestro invierno.


[1] En la mente helénica, Érebo simbolizaba la tiniebla. Su hermana y consorte, Nix, era la Noche.

[2] En la mitología griega, eran ninfas del Mar Mediterráneo.

[3] Duendes de la mitología clásica del norte de España.

[4] Una de las tres Gracias, presidía fiestas y banquetes.

[5] Nereida (ninfa marina) que crío a Poseidón.

[6] Los Dioscuros, hijos de Zeus y Leda.

[7] Míticos navegantes. Jason se embarcó buscando el vellocino dorado. Eneas escapó de Troya a Italia, siendo precursor de Roma.

[8] Dios griego del Sol.

[9] Célebre desierto en Arabia.

[10] Demonio árabe que habita los lugares solitarios.

[11] Referencia a Algol, estrella de la constelación de Perseo, cuyo nombre significa “estrella endemoniada”.


Libro Apofis y el Dragón

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