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papel antiguo

Lucero del Alba

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Apofis contempla a Eva alejarse, tras ella comer el fruto. Lucifer, el Dragón que lo poseyera, habla a través de la lengua serpentina: narra —entre la angustia y la maldad manifiesta— cómo, en su día, el Mal pervirtió su alma, tal que hoy sólo puede continuar su obra destructora.

Lucero del Alba

(…)


VIII.

Yo mismo el fruto he gustado, en célicos jardines.

¡Sabio soy en el veneno que bajo el deleite rebulle!

Ya de tal ponzoña lisiado, infausta mi suerte,

adversario me he hecho a todo lo que ríe.

¡Tal hogaño mi nombre, cual lucífugo el primero!


¡Oh, si volver pudiera a aquel Edén eterno,

asilo hallar en los áureos campos do el Sol se oculta

y luego al alba sube, triunfante y reposado!

¿Acaso echáis de menos mi gloria, oh jardines benditos?

¿Mi tímido haz de luz recordáis precioso

entre el pomposo resplandor que ahoga?

Era mi voz placer y música mi risa;

hallaban en mí los seres la razón de su gozo.

Era yo bien a todas las cosas…

Amigo del más diminuto átomo,

cómplice de la bestia de andar

parsimonioso, que no he apremiado.

Temblaban los montes por estrecharme en abrazo fraterno.


Dime: ¿debía tan poco satisfacer mi sed?

¿Cómo refrenar el afán tan cerca del vedado Trono?

Bien es joven virtuoso que acaricia su lira,

mas el placer cuando perenne

tórnase fatigosa monotonía.

¿No deben ser breves todos los encantos?


El fruto comí, ¡yo héroe y mártir!

La pulpa derritióse en el ávido paladar,

que alborozado gustaba, clamaba y gemía.

Todo placer que dueño quiera ser del alma,

debe al guardián conquistar primero, no ardua tarea.


Alma longeva, que te dilatas sobre el valle del Tiempo

(y él mira tus ojos encendidos,

tómate de la mejilla, y confiesa:

“Somos iguales tú y yo,

la extensión toda de tu sombra”),

¿has visto quién, tomando mis cuerdas, llama tu nombre?

Corre intruso por la gruta cual turbio caudal.

Tu destino encubre el proceloso cauce, a mi propia mente.

¡Llena mi vientre! ¡Infla mi pecho; empuja las costillas!

Se paralizan los músculos un instante, y luego ceden.

¡Ábrense los ojos atónitos; echan coléricas centellas!

Tal es saludar el Mal por vez primera, en crédulo éxtasis.


Mas luego, sobre el alma establecido, ¡grave ruge su voz!

Proclama terrible edicto, que acatar debe el alma, ya suya.

“¡Compartirás mi esencia! —manda— mas callarás mi secreto”.

¡Oh, las voces que se alzan y mi paz ultrajan!

Crecen cual cizaña ahogando la lealtad.

Hiede su flor en mis entrañas, nausea esparciendo.

A la postre Mal y Bien convivir no pueden,

y el más fuerte destierra al desgraciado.


Mándame Mal, ya supremo amo:

“¡Compartirás mi esencia, compartirás tu suerte!”

¡Y he de hacerlo! ¿Han de ser mezquinos los dioses?

Ve Prometeo[1] a tientas tropezar el Hombre,

y expone heroico su carne padeciente, por darle el fuego.

¿Habría yo de ser menos?

¿No sería mi Cáucaso mayor?

“Príncipe te vuelvo, del Trono que juzgote indigno.

¡Funda mi trono en el mundo, y te daré el celeste solio!

¡Por turbadas almas que entregue tu furia, verdes arijos,

yo engasto gemas en tu corona!”


Rojea mi carne iracunda su venganza.

salvaje brama el Mal dentro de mí, y bátense mis alas.

Las agudas negras pupilas resisten incólumes

la desbocada hoguera que arde en los ojos.


Eva, si no quise antes tu llanto, ¡ahora lo elijo!

¡Débil cristal tus lágrimas frente al perlado sitial que añoro!

Inclínome humilde ante el sueño de mi belleza.

Las voces, ¡oh, las voces!, que espolean la ira.

¡Desatan en mí cuanto puede devastar el mundo!

Nada me es tu mal… ¡mas ardiente lo deseo!”


[1] Titán castigado por los dioses por entregar el fuego al Hombre. Encadenado al Monte Cáucaso, un ave devoraba su hígado, que volvía a crecer cada noche, para de nuevo ser mutilado de día, perpetuando al tormento. Su mención aquí es todo menos ingenua: por su asociación con el fuego, está ligado al Portador de Luz. Asimismo, su acto de ilustre rebeldía trajo la calamidad a la Tierra mediante el Ánfora de Pandora, su cuñada.


Libro Apofis y el Dragón

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