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papel antiguo

No conozco

Cuando joven e impulsivo, hizo una promesa que —horas después— no pudo cumplir. Ya anciano, Simón Pedro recuerda…

No conozco

I.

Ante el fuego que desnuda

los pensares más secretos,

calentaba yo las manos,

por ser al ojo sombra

y no hombre que a la luz

perece cual marchita alondra.

Una voz, un parloteo, de cotorra,

que me increpó: “¡Galileo,

¿eres tú que ayer seguía

al rabí que su crimen afronta?”


II.

A la flama que urgía temblorosa,

aterrado, gris polluelo, rebatí:

“No conozco a ese hombre;

nunca humilde le seguí.

Tras su rastro yo no ando;

es un misterio para mí.

Como a cantor distante,

quizá alguna vez le oí.

Llámame corto ignorante,

mas no oveja del redil.”


III.

Me importunó dos veces

dicha sierpe del fogón:

“Suave habla el nazareno,

tú cual brisa de estación.”

Juré entonces, maldiciendo,

chillido de agrio puerco:

“Yo no soy aquel que dijo

'Si a cárcel o a tormento

llévante, dulce Maestro,

blandiré mi espada o azadón.'”


IV.

“No conozco a aquel hombre

que del párpado el cerrojo

abría y mandaba saltar al cojo.

Si alguna vez anduvo

sobre el mar que calmó,

si ferviente uno imitóle

y entre olas se anegó,

fue otra mano que a la vida,

del abismo hundida, él jaló,

y otro pie hoy sacude el polvo.”


V.

Allí mismo el gallo espía

cantó fiel la madrugada,

y vi como a empellones,

cual príncipe de ladrones,

de un sayón a otro le llevaban.

Volteó a mí doliente,

lumbre del atrio oscuro.

No reclamó mi espada,

fuerza ni voto alguno.

Presto corrí al monte;

lloré sobre altar de musgo.


VI.

Alba en playa desierta,

en redes los corazones,

vi de hombre la silueta;

oí de Dios los clamores.

¡Y yo nadé llorando

hacia do los fulgores

de brasas en la ribera

llamaban a pescadores!

Fue mi pan de silencio,

aguardando su reproche.


VII.

Mas Él dijo por tres veces:

“¿Aún me amas tú, mi amigo?

Rasga las viejas redes;

pesca ahora conmigo.

Yo ya extiendo las alas;

vela tú por mi nido,

hasta que esbirro ciña

las manos del testigo.”

Así habló el Dios andante,

la voz del torbellino.


VIII.

Memorias difusas, ya anciano,

son las perlas de mi alforja,

cuando hoy rindo las armas,

pies al cielo, sin congoja,

y a mi cruz me enclava

un soldado que todo ignora.

¡Yo conozco a ese Hombre!

Yo escuché su voz decir:

“Si talan al árbol noble,

¿al seco no habrán de herir?

Cuando sea valle el monte,

nuestro bosque ha de surgir.”


Libro Apofis y el Dragón

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