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papel antiguo

Oriente solitario

Apofis y el Dragón es el poema insigne de la obra Apofis y el Dragón, y otros poemas épicos. Su epopeya comienza en los fulgores del Edén, atravesando la pérdida de la inocencia y sus efectos devastadores en los personajes del relato. El personaje central, a través de cuyos ojos el mundo brilla y se derruye, es Apofis, la serpiente que se debate entre el mutuo idilio con Eva, y el deseo de propia grandeza. ¿Podemos herir sobremanera al ser amado? ¿Cuál es la voz que ruge íntima, que podría volvernos destructores de nuestro mundo? ¿Hay alguna redención posible luego de tal crimen?


Este fragmento del poema se comprende mejor en su contexto específico de la narración. No obstante, las siguientes estrofas escogidas pueden disfrutarse también en forma aislada. Los versos retratan los últimos instantes de Adán y Eva en Edén. Luego, siguen sus pasos hacia el oriente, donde se alza el portal del huerto, más allá del cual se extiende la tierra solitaria.

Oriente solitario

(…)


XI.

Bruñido Hidekel[1], éxtasis del vidente cautivo,

nútrese tu cuerpo del primer rocío.

¿Por qué Estigia[2] Uriel[3] llamarte osa,

y sólo asiente tu abatida faz?


Sorbía Nix[4] la tardía brizna de inocencia.

El onírico vergel, ayer eufónico venero,

sumido se hallaba en confusa angustia.

En extrañada, horrorosa visión,

descubría el oso filosas las zarpas.

Las notas que del arpa manaran se evocaban apenas,

y un Orfeo[5] triste ocultaba la niebla del silencio;

con él callaban las lenguas de aedos y bardos.

Ya la insidiosa tiniebla sobre el plantío reposaba,

grávida de lutos y fatales albures.

Todo cuanto al Sol laureado resplandecía,

tras fúnebre ropaje escondía su cuerpo luminoso.


Dime, tú que con cordel mides las eras,

que has hundido los brazos contra la marea,

y allende la espumosa cresta has visto el círculo infinito:

¿Qué arca guardaba esta sombra cuando la mañana regía?

¿Ha sido vertida sobre el orbe, monstruosa y opulenta,

cual cascada que riega el valle de pequeños goces?

¿Ha escapado de todas las cosas, liberada esencia,

olvidado fragmento de la secreta perfección,

urdida en el invierno antes que todos los inviernos?

¿O los nervios de un único rebelde corazón

pacientes la incubaron hasta venir su hora?


XII.

Término al claro, sobrio se alzaba el robledal;

en sus troncos la grandeza negábase al otoño.

Más se hundían sus raíces en el inconmovible estrato,

por si amarrarse pudieran a la huidiza eternidad.

Rapsoda no ha cantado de heroísmo más sublime

al versar sobre malogrados asedios, quemados arietes,

como la fútil gesta de los guardas del silencio.

Vana al fin: todos seremos barridos por el ventarrón.

Coronando las ramas aún fecundas, vese un milagroso fuego.

Sin mácula antorchas, una junto a otra, hacia el oriente solitario

señala su severo ardor entre las sombras.

Flameante pendón, mortecina luna, cada uno de los faros

que refulgen do núblanse los altos serafines.


Tú que con cordel mides las eras,

y pesas el dolor que exudan,

¡ve los ángeles que alaban entre brumas gloriosas,

mientras al Hombre apresa ya sin lazo la tiniebla!


Do principiaba la senda entre blancas lumbreras,

Rodeados por la crespa cabellera de Érebo[6],

arqueábanse de Adán los lomos invictos.

De hinojos doblegada su notable estatura,

más pesaba en su espalda la atlántica roca.

No llevaban los hombros el áureo coselete;

El pecho desierto a Urim[7] añoraba.

Mitra no escondían los plateados cabellos,

y la poblada nuca conocía el primer sudor.

Su afrentada figura invadía la tierra, propio hado,

que temprano reclamaba al paladín vencido.


No veía las hondas huellas en el cuarteado rostro:

moribundo Sol de invierno en lontananza,

en el hombro de Eva ocultaba su vergüenza.

Velada me fue la faz de su ignominia,

mas penoso oí su gemido, infantil y desencajado.

Semejaba un sangrante monte, de frágil cimiento,

perdida costa lamida por un mar de ajenjo.

Mayor culpa no punzó a Tántalo[8], ¡a Judas[9]!

Sábelo su hombría diluida en llanto.


(…)


XIV.

Se incorporaron al fin sus siluetas tambaleantes;

lento el andar, gacha cabeza o nostálgica.

La belleza los contemplaba imperturbable y ajena,

ápices nuevos revelando al comenzar a perecer.

Tras su caminar se extinguían las candelas,

y quedaban sus huellas desamparadas a la noche.


A la zaga un prudente trecho, hube de seguirlos.

Palpábase más calloso el suelo bajo el nudo vientre,

y a la orilla del sendero nacían incipientes cardos.


Todo adiós se murmura apenas;

su canción modulan las voces del silencio.

Y sellarse deben los ojos para ahogar el llanto,

mientras tristes se suceden las pisadas,

hacia el oriente solitario.


[1] Daniel, profeta hebreo, que recibió una visión junto al río Hidekel, de igual nombre que el torrente edénico.

[2] Río de Arcadia que desembocaba en el Hades.

[3] Ángel de la tradición rabínica. Milton lo hace parte de la trama de su Paraíso Perdido.

[4] Diosa primordial de la noche en la mitología helénica.

[5] Hijo de Apolo y la musa Calíope, virtuoso en tañer la lira.

[6] Dios primordial de la obscuridad en la mitología griega.

[7] Una de las piedras del pectoral del sumo pontífice en el Antiguo Israel.

[8] Rey de Frigia, que por sus repetidas ofensas contra el Olimpo, era eternamente castigado en el Tártaro al tener cerca alimento y agua, pero no poder gustarlos.

[9] Judas Iscariote, quien vendió a Cristo por treinta monedas de plata y luego se ahorcó.


Libro Apofis y el Dragón

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