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papel antiguo

Pacto con el sol

Sobre la obra…

Apolodoro y Ovidio nos han legado el inmortal mito de Dédalo y su hijo Ícaro. En el relato, Dédalo ―arquitecto del Laberinto donde el Minotauro masacrara decenas de jóvenes atenienses― huye de Creta con su hijo. Sólo puede hacerlo por aire, apelando a su ingenio, según el cual fabrica para ellos alas de plumas diversas, ensambladas con hilo y cera. Contraviniendo la orden del padre, Ícaro vuela cercano al sol, cuyo calor derrite la cera y el joven muere derribado, pero se convierte en arquetipo eterno de imprudente osadía, o bien de tentar la ira de los dioses.

Sin embargo, el poema discurre por otra senda. Dédalo quiere escapar de Creta por dejar atrás la culpa de haber construido el Laberinto, manchando sus manos con sangre ajena. Aquí Ícaro ha sobrevivido la caída, tras fingir su muerte por ganar el derecho de elegir su propio destino, algo que juzga imposible junto a su padre. A través del tiempo, disfruta el solaz en una isla sosegada, bajo otro nombre. Razona, es menor el dolor del padre por llorar un difunto que por verlo escoger otro camino en vida. No obstante, se debate entre la convicción de su elección extrema y la culpa por quebrar el corazón de Dédalo. Esto último habría hecho, de un modo u otro, lo cual le convierte en un héroe trágico, aunque fuese únicamente de su propia historia, como lo son todos aquellos que deciden para la propia vida ser primeros actores, no testigos.

Pacto con el sol

I.

Papá, perdona que necio

alcé mortal vuelo al sol,

Si por raudo coraje

no temí abreviar el viaje

contra el puñal del calor;

cuando gritabas “¡Mi hijo,

sea modesto tu valor!”,

y yo, antes que suelo llano,

escogí el fulgor lejano,

del aire ser conquistador.

¡Calla el pacto, astro que brillas

sobre el niño que cayó!


II.

Me diste alas de cera,

con hilo amor cocido,

Porque en triunfante vuelo

de dos pájaros al cielo,

vacuo quedara el nido.


“Ícaro, así huiremos

de la prisión de Minos.

Atrás la culpa quede

de alzar su laberinto.

¡Hiéreme aún el recuerdo

de mancebos los aullidos,

manos manchando el muro,

bermejos los pasillos!”


III.

Mas yo, atroz secreto,

amé la gualda libertad:

ser al viento hijo dilecto,

hallar mi ruta en el mar.

Hay una isla risueña

que yo al despertar

cual palacio he anhelado,

un esquivo hogar

al que calina cela

cuando en su costa

el sol riela

y espíritu inquieto

quiere allí nadar.


IV.

¡Oh, papá, perdona

cuando en la vejez

terco busques mi sombra

acechar tus pies!

Solo frente al dormitorio,

de mi alma despojo,

llorará hombre roto

este hado tan cruel.

Yo, un día infante

aferrado a tu mano;

cuando a niño vuelvas,

¿quién será tu sostén?


V.

¿Quién dará perdón

al ojo invernal

que al padre siguiera

en vuelo boreal,

mientras quien creía

ser grifo o harpía

cual meteoro caía,

nívea gaviota herida,

cercano a su isla,

por la niebla oculto

en la inmensidad?

Y Dédalo triste

ya no le vio más.


VI.

Padre, todavía vivo

en el golfo azul.

Bajo un nombre nuevo,

he segado mis sueños

cuando al albor bebo

del sol la luz.

Porto fama ninguna,

ni afán me apura

hoy que lloro en la quietud

y al ayer invoca

la vista que se esmera

en formar la nube postrera

que rebasaste tú.


VII.

Aquel señero día cuando

un trecho juntos volamos,

al oír “¡Iré delante!”,

yo en son de despedida

besé tu frente sufrida,

hablándote con la brisa:


“No hay reproche,

no hay lamentos,

hoy que marchas a tu invierno

y yo mi estío presiento.

¡Mírame, oh, sin preguntar

por qué no persigo al viento

por tu rostro escrutar!”


VIII.

Mas allí nuestros caminos

bifurcarse, ¡ay!, debían.

Tú soñabas un espejo,

pero yo ansiaba una isla;

y quebrado sin remedio

mi sinceridad te habría.

¡Es mejor llorar difunto

que a hijo muerto en vida,

por ser a su propia historia

primer actor, no testigo,

para clamor del escriba!


IX.

Por esto, al cénit volar,

ya tú ave distante,

supliqué al sol vigilante:


“¡Quémame las alas que alzar

osé al solio rutilante,

tal que derretidos grillos

tórnense en el mar añicos

e Ícaro sea endechado

por siempre en la ciudad!

Pero yo con la marea

despierte en dorada arena

y alegre, ignoto sea,

si la culpa déjame reposar.”


Libro Apofis y el Dragón

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