Salem
Aunque en Salem (1692) no hubo hogueras sino horcas, este poema reimagina el juicio al granjero John Proctor, quien debe elegir entre las llamas o perder su buen nombre.
I.
"Confiesa pronto este delito",
dijo el juez al granjero enclenque,
fingiendo paternal ternura por su suerte.
Alto sombrero negro, capa severa,
ceño arrugado, vista en la hoguera.
"Apagar puedo el fuego que ya prende,
a mía orden, no rugirá solemne.
El tiempo apremia al impaciente:
Di lo que has hecho, al juez clemente."
II.
Oyó el granjero tras tono amable
cómo el verdugo leña apilaba,
y el cadalso bullicioso ardía,
cuando la tarde de pena moría.
En su esposa, que a razón le urgía,
férvido posó los ojos extenuados.
Desde el pardo vestido informe,
que recto caía sobre el cuerpo delgado,
con la angustia de los santos,
el sabio ademán del búho,
le suplicaba su amor vapuleado
deponer el orgullo, firmar la carta,
hacer propio el crimen de ser libre.
III.
"¡Vivamos aún felices los años!",
le importunaba la mirada doliente.
"Al un día graves caer sobre la silla,
crujiente ella y los viejos cuerpos,
tras vida cuarteada amantes todavía,
leños avivando el fuego de benigna llama
(y nuestra flama celebrando antigua,
pura o mancillada, mas candente),
nublada será esta tarde —si aciaga,
allí oscura— a la confusa memoria."
IV.
Y el pueblo a coro le secundaba,
por sentir su tristeza,
por alejar la muerte de la tierra,
por no querer que un propio perezca.
Temblaba el granjero, ya sollozante,
presa del miedo, mordiendo el hambre.
Si su nombre dejara sobre la carta,
podría esa noche maldecir su pánico,
llamarse pequeño mas prudente,
ser perdonado por firmar obediente.
Pidió la pluma desconsolado,
queriendo pronto perpetrar el acto,
y huir del juez; huir del mundo tal vez.
V.
Aprobó el juez de Proctor la conveniencia,
pues ya expiraba la fugaz paciencia;
sólo antes del ocaso humeante,
si veloz la pluma, mostraría clemencia.
Deshecho el hombre, de hinojos el alma,
su nombre manchó sobre el papel,
mientras la esposa, la turba amiga,
con alivio aplaudían la virtud rendida.
Uno, dos trazos, tal vez tres,
para el nombre escribir fiel,
dejar la bravura en lejano ayer.
VI.
Mas —¡oh, locura del hombre derecho!—
la carta fue luego rota por el granjero,
y la rúbrica en trizas sólo al viento
(no al juez) del demente sería ofrenda.
Estalló la esposa en llanto, entre brazos
que sostenían su amarga sorpresa.
La multitud detuvo el coro, al fin,
y sólo Proctor venció al silencio:
"¿No basta oírme confeso y arrastrado,
que debo signar mi fama sobre el papel?
Simple soy, no ciego a mi pecado,
e indigno fue mi proceder."
VII.
"Mas esta es culpa no mía,
aunque pueda por ella arder.
Mi nombre es; no tengo otro:
¿cómo podríale oscurecer?
Hijo mío, nada te lego,
pero mi nombre has de llevar.
Gris obrero, mártir y granjero,
hombre imperfecto, leño y altar.
Mujer de azulencos ojos,
que mudo quisieran verme,
junco dolido, viuda del destino,
¡no les otorgues tus lágrimas!
¡Véncelos con la fuerza de tu rostro,
roca impenetrable, aunque encubra
tórrido volcán de ira y llanto!”
VIII.
“No demores, verdugo, tu faena.
La cuerda que liga las manos huelga.
¡Muero altivo, no penitente!
Mi viso alabo, y gentil perdono
mis sombras que ilumina la pira.
¡Ay, ya invádeme la llama asesina,
mientras el juez deplora su derrota!
Mi nombre yace en trizas impoluto;
no han de mancharlo las llamas.
Más bien relumbrará perenne,
tallado en los fulgores del ocaso."