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papel antiguo

Tánatos

El escalofriante relato Los que se alejan de Omelas, de Ursula K. Le Guin, describe una aldea que vive en permanente estado de celebración y progreso irrefrenable. Sin embargo, en un sótano un niño está recluido y pobremente alimentado. La población sabe que su serenidad y felicidad dependen —de alguna manera— de dicha contradicción atroz: un ser humano pequeño debe sufrir para que los demás rían. La mayoría de los ciudadanos acepta esta dicotomía como un mal necesario.


El poema a continuación nos enfrenta a una escena ¿similar?: un hombre que vive sólo en compañía de su perro, dedicado al cuidado de su jardín, ha encerrado a un niño en el subsuelo de su casa. Afirma que su recluso es la Muerte, tal que privarlo de su libertad redundaría en el retorno de la salud y la alegría al mundo. El chiquillo, desesperado, se asegura inocente y ordinario. Un antiguo mito griego narra que Sísifo, rey de Éfira, encadenó por breve lapso a Tánatos (quien sí personificaba la muerte). Durante este tiempo de prisión, no hubo fallecimientos en la Tierra.

Tánatos

I.

Uno a uno, los peldaños

al calabozo herrado

del niño me acercan.

Rodéanos huerto labrado;

cuando joven mi mano

sembró allí un árbol de fresas.

Manzanos de soledades,

sarmientos que hablan violáceos,

un nogal de esperas.

En mi jardín, otro cielo

elevando sus estrellas.


II.

“¿Traes agua?”, ruega el niño,

a quien la sed reseca.

“Yo quisiera, la ventana

no fuese tan estrecha.

Porque tu plantío anhelo,

que bajo la luna duerme,

cual no puedo yo en mi celda.

Si a los dioses no temes,

¡cree al menos mi inocencia!

No soy aquel que dices,

sino infante que pide

pan de higos, fresca leche

y un manojo de almendras.”


III.

Ladró el perro que conmigo

oficia de carcelero.

Oro y negro mi ovejero

presiente enemigo feroz.

“No te acerques, viejo amigo,

o de Muerte dolerá el aguijón.

Aunque vista de pequeño,

oscuro es su corazón.

Tras sus ojos implorantes

y mansa resignación,

ruge un lobo enjaulado

que aguarda propicia ocasión.”


IV.

“¡Déjame ir, por piedad!

¿No hay alba para el cautivo?”,

suplica él al notar

llaves bailar en mi cinto.

“No soy cruel ni vil raptor”,

al arrimarme le afirmo.

“Si al mundo hoy guardo de ti,

lo hago por todos los niños.

Si caza te hubiera dado

antes de ser hombre marchito,

si al rayo no temiera ayer

y perdonara el Olimpo,

no reinaría en mudo jardín

y viviría aún mi hijo.”


V.

El niño se aferra a mí

a través de los barrotes.

En sus ojos café

hay un milano sin norte,

y su desleída piel

es clavel de mi huerto

que sólo ve desierto

en el coro de flores.

Me acosté en el suelo, ufano,

porque desde secuestrarlo

nadie había muerto joven,

y mi vergel brotaba

con fuerza renovada,

celando el horizonte.


VI.

Mientras el fuera mío,

¿quién grabaría epitafios?

De vigor rebosantes,

saltarían los ancianos.

Ligero sabría en travesía

el talego con cien años.

Y dos almas gemelas,

por la tumba separadas,

no agitarían la mano,

cuando una a tierra sombría,

en luctuosa lejanía,

enderezara los pasos.


VII.

Me despierto exaltado.

Veo abierta la celda.

Un vaso sin blanca leche,

vacua de pan la bandeja.

¡No hay rastro del niño

que guardara tras rejas!

Subo a la planta baja,

¿tras de Muerte las huellas?

Las llaves que quitóme

al aferrarse a mí,

de la puerta al jardín

cual final burla cuelgan.


VIII.

Afuera mi centinela

oro y negro no respira,

¡lengua desterrada,

ojos cual leal vigía!

En torno a mi ovejero,

macilento el huerto

gimiendo se derrumba,

rendido ante la noche,

en fúnebre concierto.

Agrio sabe el viñedo,

postrado el peral solloza;

¡oh, lienzo del averno!


IX.

Jamás verán el albor,

cual puño los pimpollos;

En el sitial de rosas

se encumbran los abrojos.

Y el mundo en derredor

ya no tiene paz exigua,

que apenas notara,

tan absorto en sus riñas.

Libre el niño anda

por alborotadas vías.

Tórnalas un yermo,

cual mi vergel de silencio,

mientras yo me encierro

en la celda vacía.



Libro Apofis y el Dragón

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