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papel antiguo

Una noche en East End

A los "Juwes, quienes no serán culpados de nada". Al Sr. Lusk, quien ni pudo ni atrapó. A Mary Ann Nichols, a Annie Chapman, a Elizabeth Stride, a Catherine Eddowes... a Mary Jane Kelly.

Una noche en East End

El caballero ingresó al cuarto en penumbra; seguidamente, giró el picaporte con ademán sereno. Sus pasos firmes no habían aguardado frente al umbral, demostrando conocer el sendero entre callejuelas. La puerta carecía de cerrojo, medida adrede, aunque desaconsejable por aquellos días extraños. El hombre colgó el abrigo, examinando antes todos los ganchos, por hallar uno idóneo. Luego, se quitó el sombrero de copa elevada, que acomodó sobre el abrigo. Sopló sobre las manos heladas y las frotó intensamente. Por último, limpió con esmero sus lentes, circulares y ajados. Mary observó el ritual desde la cama, como cada noche de martes durante el último mes. Este era, sin dudas, su amigo más silencioso. No le había confiado su nombre, tampoco su profesión o estatus. Su lenguaje refinado, develado en las pocas palabras que le había dirigido, daba cuenta de una inteligencia cultivada. Encerraba para ella un enigma que le apasionaría resolver, aunque ahora recogiera pistas como migajas. No obstante, había cuidado de no inquirir cuestiones innecesarias, lo cual era una preciada cualidad en su oficio. Por tanto, tras tres noches y una incipiente, el misterio permanecía en pie.


Esa noche él la miró intensamente desde sus ojos oscuros, usualmente impávidos, antes de sentarse a su lado sobre el catre, que crujió ante el peso duplicado. Parecía atípicamente contrariado, desnortado entre el fastidio y la resignación. El cabello dócil, tenuemente cano, apenas se conmovió cuando sus labios deploraron: “Este lugar es una farsa, una parodia de la virtud. No hay un ápice sano; todo hiede. Intenté mostrarles cómo es el mundo a su verdadera luz, el horror sin piadoso velo. Pero no lo han comprendido… El mensaje era nítido, mas sus ojos están tapiados. No hay cura para los desvaríos, la mugre y los vicios de East End. Yo… yo he fallado.”


Mary se estremeció ante aquella inesperada hemorragia de sinceridad. A través de la camisa de lino impoluto, por encima del perfume oneroso, oteó un brillo de severa honestidad en el corazón de su huésped. Los lamentos de aquel hombre le recordaron propios pensares e ideales extraviados. Las sentencias francamente expresadas al vacío eran de una rareza notable a la monótona sazón, como la declaración de principios de un iniciado, el grito de guerra de un cruzado, o el discurso abucheado de un estadista impopular. Estaba acostumbrada al vínculo transaccional, a la impostura, jamás a la apertura de una ventana al alma. A sus oídos, sonaba mejor que un adagio de cuerdas; era más sabroso que el choque burdo de los labios desconocidos. Pues era el son de la confianza inusitada, de considerarla digna. El extraño había vislumbrado más allá de la breve tela que la cubría, allende sus ojos cansinos y la cicatriz de la infancia que surcaba su mejilla diestra.


“Yo apreciaría —repuso ella con timidez— que me mostraras tu obra.” El semblante del hombre mutó hacia la favorable sorpresa. Una sonrisa liberada extendió sus labios, revelando dos hileras de dientes ambarinos. “Creo que podrías comprenderlo, Mary. Sólo debes cerrar los ojos.” Ella obedeció con celado entusiasmo. El aroma de la noche parecía haberse esfumado del burdel, con su fragor insano. Al fin el silencio, tan grato como la confianza recibida. Un maletín se abrió junto a ella. Un sonido metálico, cual herramientas desplegadas sobre la mesa de un taller, o los instrumentos quirúrgicos que manipula el cirujano. El extraño era un artista, un burgués desconsolado, o un profeta en la era equivocada. “No abras los ojos, Mary —ordenó el huésped, con una nota de autoridad inapelable— Estoy seguro de que contigo entenderán.”

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